Intentando
responder a las cuestiones que dejamos pendientes en la última entrega de esta,
un tanto deslavazada , serie sobre Madame Butterfly tenemos, por fuerza aunque
no demasiado, de Loti y su nunca exagerada repercusión social y estética. Lo
que viene a resultar un notable alivio, dicho sea de paso.
En 1891 llega por primera vez a
Japón un personaje que nos dará una visión del país y de sus habitantes muy,
pero que muy, diferente de la, sin embargo, más perdurable que nos dejó Loti.
Hablamos de Amédée Baillot de Guerville (1869–1913), escritor y corresponsal
norteamericano pero de profunda formación francesa por familia y por educación, que viaja a Japón como comisionado especial
de la Exposición de Chicago que tendría lugar en 1893; con este cargo fue
recibido influyentes del Japón, incluido
el Emperador ( a la sazón Mutsu-Hito, el Emperador de la era Meiji) y su
esposa, a pesar de lo cual se esfuerza en conocer y comprender a los japoneses
y en ir más allá del decorativismo/exotismo frívolo. Para empezar se da cuenta
y aprecia los gigantescos esfuerzos del país como conjunto y del japonés como
individuo en el complicadísimo proceso de modernización iniciado con la apertura
al mundo en 1868, cuanto más en una cultura sumamente apegada a sus tradiciones
y, hasta cierto punto, sustentada por ellas a todos los niveles. Según sus
propias palabras supo ver y apreciar en los japoneses ·su bondad, su dulzura,
su educación, su inteligencia siempre viva, su energía, su perseverancia y su
coraje indomable”. A pesar de que Lafcadio Hear, el gran enamorado de Japón,
hasta el punto de hacerse japonés, matizaría algunos de estos adjetivos de
forma muy contundente, es evidente la radical diferencia de actitudes entre el
sempiterno Loti y Guerville.
En 1904 Guerville publica “Au Japon”
en París. Ya el propio autor afirma el deseo de profundidad en el conocimiento
del japonés huyendo de la ya casi ingente proliferación de textos que se
quedaban en la superficie o en lo meramente decorativo. Guerville usa diversas
historias para ir mostrando ambientes y personajes con un intento más que
loable de objetividad dados los tiempos que corrían y la subyacente mentalidad
colonial de sus lectores.
En su obra tiene un capítulo dedica
sólo a las mujeres y la condición femenina sin acabar de entender como un
pueblo con las cualidades que ve en el japonés sigue considerando a la mujer un
ser inferior sin encontrar otra respuesta en sus interlocutores que “así son
felices” (es curioso que por aquellos mismos años a los misioneros les llamase
la atención la igualdad de la mujer en las herencias, lo que demuestra que la
mujer ocupaba y ocupa, una condición especial más que definitivamente inferior
en su cultura). Por su parte el autor las considera esposas perfectas con gran
cantidad de hijos, trabajadoras y sumamente coquetas: “y por ser tan coqueta es
por lo que la japonesa rechaza la idea de vestirse a la europea. Comprende
rápidamente que presentaría un aspecto ridículo, que los trajes de París no
concordarían mucho con su género de belleza ni su forma de caminar ni de
sentarse. Estaría bien para las damas de la corte y de la alta sociedad de
Tokyo que tienen palacios amueblados
realmente, pero no para las gentiles muñequitas que viven en casas de
papel y se sientan en el suelo” (el destacado es mío)
Me gustaría volver más adelante
sobre esta cita pero de momento seguimos con Guerville que considera también a
la japonesa la mujer más limpia del munfo. En general a los viajeros
colonialistas, Kipling por ejemplo, les llama tanto la atención este aspecto
que casi parece que les ofende la importancia casi religiosa de la limpieza en
Japón. Por contra, Guerville las considera poco pudorosas por los célebres
baños comunitarios. Desde luego el concepto japonés del cuerpo debía ser casi
imposible de comprender para un hombre educado en la era victoriana, cumbre del
falso puritanismo occidental.
Inevitable es que se trate el asunto
de la belleza. Guerville sostiene que “jovencitas son todas guapas, todas
gentiles, graciosas, amables, de encantadoras
maneras, alegres y animosas, adoran los vestidos, los colores vistosos, la
música, el bullicio, la multitud en las fiestas (…) Las japonesas se marchitan
pronto, y una vez marchitas, son generalmente horribles. Sin embargo, deben
tener encantos ocultos pues miles de bebés adoran a sus abuelas”. La “acusación”
de su pronta decadencia es frase que se escucha, incluso hoy, a mujeres no
blancas e incluso a blancas de otras zonas del mundo. En cuanto a lo de las
abuelas, en fin, creo que no merece comentario, otro sería el cantar si en
lugar de abuelas hubiera escrito “suegras”
Antes de remontarnos unos siglos
atrás para conocer las primeras miradas sobre la mujer japonesa quiero destacar
otro capítulo de la obra de Guerville titulado “La verdadera Crisantemo”, en el
que nos relata cómo los viajeros con el seso sorbido por la obra de Loti
llegaban anhelantes de conocer a la “verdadera Crisantemo”, es decir: aquella
muchacha que se casó durante un verano con un marino francés. Los guías tras
vencer innumerables reticencias de la dama que, agobiada por tanta visita se
había retirado al campo y de cuantos la rodeaban, victoria lograda dejando caer
aquí y allá unos pocos –o muchos- billetes, conseguían una breve entrevista con
una mujer que “siempre (dice Guerville) es la verdadera Crisantemo pero nunca
es las misma”. Cegados por las japonerías que Loti le puso encima, por ese “país
de juguete” y por la búsqueda de un ideal perverso, como veremos, confunden la
persona con el personaje pagando gustosos por rozar el mito que fue la
encarnación de Japón hasta Butterfly. En España tenemos, o hemos tenido hasta
hace poco, un asunto parecido existiendo no menos de diez modelos de “La
chiquita piconera”, curiosamente y como excepción en este país de pícaros no se
industrializó el fenómeno como en Japón, pero el hecho es el mismo aunque a
menor escala. Además, no es lo mismo lo
que hubiera escrito un francés –aunque sea Loti- que lo que hubiera escrito un
español sobre la chiquita. Nos falta “grandeur” y nos sobra “sentimiento
trágico de la vida.
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