martes, 2 de abril de 2019

HABLEMOS DE ZEN (1)


Hasta hace unos cuantos años la influencia del Zen en toda la cultura japonesa se consideraba incuestionable y prácticamente definitoria de las artes y las formas culturales, idea a la que contribuyeron no poco las obras del Dr. Suzuki, que dio a conocer o por mejor decir puso al alcance de occidente, de la analítica mente occidental, la “mecánica” (a falta de mejor nombre) del pensamiento zen. Hoy día no se considera el Zen tan absolutamente determinante como hace un tiempo y se valoran junto a él otras líneas de pensamiento tanto político, como social, como y aquí es donde nos centraremos siempre, estético. Cierto es también que el concepto “zen” ha sido degradado en occidente y cuando vemos algo vacío, escueto no dudamos en emplear la palabra “zen” con demasiada alegría pues en muchas ocasiones lo que tenemos delante no es sino pobreza de ideas enmascarada. Fenómeno que se está imponiendo en estas décadas del siglo en todos los aspectos.
Con todas las salvedades que el tema exige y que los eruditos hayan ido destapando creo firmemente que desde luego el Zen no es el único pilar de la mente y las artes japonesas pero sí uno de los fundamentales. Al afirmar esto y aunque ni sea yo el primero en decirlo ni suponga nada nuevo quizás no nos damos cuenta de la importancia que esto tiene en una cultura como la japonesa, muy especialmente en el aspecto religioso y espiritual pues quizás nos encontremos ante una de las culturas más sincréticas en este plano. Al mismo tiempo conviven y, lo que es más importante, se funden, confucianismo, Zen, Shintoismo (con la enorme variedad de cultos y tradiciones que conlleva) y budismo en muchas y diversas escuelas que no viene a qué enumerar siquiera someramente. Decir pues que el Zen es uno de los pilares fundamentales es poner mucho peso en él.
Desde el punto de vista estético, que es el que va a centrar nuestro interés, el Zen no sólo tiene manifestaciones propias, pocas, sino que, sobre todo, “perfuma” todas las artes incluso aquellas de las que parece más alejado siendo por tanto determinante tener una ligera idea de qué estamos hablando al hablar de Zen cuando nos ponemos ante el hecho estético japonés. Eso nos lleva directamente a la gran pregunta: ¿Qué es el Zen?
Y aquí se podría cerrar el debate y todas las siguientes entradas. Con ¿Qué es el zen? Hemos tropezado y caído de bruces mordiendo el polvo. Menos vulgarmente: a esa pregunta se han  dedicados siglos de estudios y de intentos. Por supuesto, occidente no tardó nada en descalificarlo como una especie de galimatías de adivino de feria y ha costado mucho tiempo que se le saque de esa casilla, incluso diría que las mentes más integristas del cristianismo (y quizás debiera decir monoteísmo y filosóficas grecolatinas) siguen aferradas a ese punto de vista.
Por definición el Zen es indefinible. Hala, a usar nuestro cerebro analítico para descifrar esto, ya podemos hacerlo ya, no llegaremos a ninguna parte. Digamos que cuando se descartan todas las definiciones posibles e imposibles del Zen, lo que queda, eso es el Zen. Pero recordemos que sigue siendo indefinible e inefable por naturaleza luego lo que yo diga tampoco es el Zen. Se dice que se confunde el dedo que señala la luna con la luna misma y cuando miramos desde nuestra mente occidental confundimos el hablar del dedo con el dedo y a éste con la luna. ¿Complejo? Mucho o todo lo contrario. Alguien dijo “que difícil y al mismo tiempo que fácil es el Zen”
No es una religión pues no tiene textos propios ni dogmas ni iconografía, no es una filosofía puesto que se aparta de todo desarrollo lógico (con lo que nuestras ideas cartesianas deberían empezar a bailar la conga para hacerse a la idea de que han de apartarse para dejar espacio pero ¿occidente sin un proceso racional y lógico? Imposible. Sin embargo, hemos de aparcar esa actitud que nos es propia si queremos acercarnos ligeramente al Zen.
Quizás por qué la palabra es el peor de los vehículos para enseñar o trasmitir el Zen y por tanto nos aleja de nuestro principal medio de comunicación lo que quede más cerca de poder trasmitir el Zen sea la actitud estética. El arte zen es la mejor forma de iniciar una leve aproximación al pensamiento zen, pero no todas las artes japonesas son zen, no todas están imbuidas del espíritu zen. Diferenciación estética difícil pues lo es separar lo que es la elegancia y la sobriedad del sumi-e de la sobriedad a veces un tanto recia de la pintura en tinta inspirada por el Zen. Ni tampoco quiero decir con esto que lo que encontramos en las artes sea el Zen.
A la eterna pregunta de ¿Qué es el Zen? Para la que las mentes occidentales necesitamos urgentemente una respuesta siempre me he aventurado (a sabiendas de que tampoco es eso) a decir que es una determinada manera de mirar el mundo, el universo. Una manera desde luego peculiar, precisamente por no serlo.
Entre las muchas cosas que el Zen no es y me interesa especialmente recalcarlo pues el uso que se da es bastante traicionero es una forma de plantear el combate, la lucha o cosa parecida. Desde luego esta relación tiene una cierta base histórica, que no lo convierte en el arte de machacar a patadas a tu rival.
La mencionada base histórica arranca del s. XII. Hasta ese momento (y que me perdonen las potencias protectoras de la historia una síntesis tan brutal) el gobierno del imperio japonés tenía su sede en Heian, actual Kyoto, y lo ejercía una alta aristocracia basada en propiedades territoriales que no administraban ellos sino que dejaban de encargados a sus subordinados, entre ellos a los hombres armados pues no eran infrecuentes los enfrentamientos. La aristocracia Heian vivía en sus palacios de la capital dedicada a la galantería, la poesía, sí, también a las armas pero más a la manera de torneo medieval que como temas de guerra. Heian era una maravillosa telaraña de plata con toda la delicadeza posible que nos dejó su muestra más egregia en el soberbio “Genji monogatari” de la dama Murasaki Shikibu cuya lectura es imprescindible para quien quiera acercarse a Japón. No sigamos por la vía estética sino que detengámonos en la vida religiosa. La capital, rodeada de monasterios de diversas sectas budistas tenía por tanto una intensa vida espiritual budista, pero todas las escuelas que predominaban en el momento exigían para la salvación un profundo conocimiento intelectual lo que alejaba a casi todo el mundo de ellas.
La historia es un eterno retorno y ocurrió lo que tantas veces ha ocurrido y volverá a ocurrir. La lejanía y despreocupación de los aristócratas propietarios hizo que los “chicos de la casa” (creo recordar que esa es la primera lectura de “bushi”) se fueran haciendo fuertes y controlando el poder de esos feudos. Precisamente en esos momentos cobra fuerza el budismo zen que, contrariamente a las demás ramas del budismo, no requería conocimientos intelectuales, el bushi si algo no era, era culto con lo que el pensamiento directo no intelectual del Zen legitimaba su lado religioso. De ahí que se relacione casi de forma exclusiva el Zen con los guerreros y con las artes marciales. Armados, preparados y legitimados los chicos de la casa se rebelan y acaban con el sistema aristocrático quedando todo el poder en sus manos aunque, digamos que “a la japonesa” la cultura que nunca rompe con nada por mucho que cambie todo. Las sucesivas guerras que llevaron a la caída del sistema aristocrático son relatadas en el monumental y también imprescindible “Heike Monogatari”. Se inicia la edad media japonesa cuando los samuráis, termino vulgar de “bushi”, alcanzan su mayor esplendor.
Una vez medianamente centrado en la historia es hora de empezar a hablar de Zen pues como cabe comprender con facilidad no es una margarita que aparece de un día para otro sino una de las ramas del budismo primigenio aunque con matices y diferentes nombres. Creo que para una primera entrada sobre el tema ya es más que suficiente. Y recordemos que nada de lo dicho es Zen, ni deja de serlo.