miércoles, 26 de septiembre de 2018

OKUZA KANAME O LA MUJER TORTURADA

 He querido encabezar con esta imagen pues es la labor de un tatuador sobre el cuerpo sometido de una mujer especialmente desnuda, algo infrecuente.
Ante todo he de decir que desde mi humilde y leal saber y entender la obra de Okuza Kaname es, al igual que otros ejemplos que hemos visto, una elaborada y demasiado fácil de pasar por alto unión de las culturas y formas occidental y japonesa.
Unos pocos datos que nunca están de más pero que tampoco, creo, nos van a ayudar a admirar más las obras de este autor. Nacido en Nigata en 1939 fue educado en el arte pictórico por su tío Sakai Soushi y pronto dominó además el arte del tatuaje llamado irezumi, al punto de ser referencia e inspiración de otros muchos artistas, muy especialmente de Horiyoshi III. Se da el caso de que clientes tatuados por éste con temas basados en Okuza posaron para nuevas obras de éste. De hecho su libro de 1995 es una referencia para los tatuadores de irezumi actualmente. El gran logro del autor es haber sacado a la cultura popular tatuajes incluso en postales y puzles dado el estigma que tiene el tatuaje como subcultura bastante marginal (como hasta hace bien poco en Occidente) Murió en 2011. Hasta aquí lo que tenemos que nos puede interesar de su trayectoria.
Amarrada y azotada la expresión de la figura esta tan lejos del dolor como del placer, tan lejos del desnudo por sus tatuajes como de las vestimentas tradicionales, incluso lejos de la violencia que sufre.
El tema por que nos fascina el autor y que le ha dado fama tan universal como puede serlo es la mujer. Hasta aquí nada novedoso pero sus mujeres son bellas damas, creo que más ajustadas a cánones occidentales que japoneses, torturadas, atadas, violadas, abusadas, sometidas al sublime arte del Shibari o las más horrendas aberraciones. Al dominio de la imagen de la mujer Okuza añade el del arte dl tatuaje y sus mujeres aparecen siempre tatuadas con temas más o menos reconocibles pero siempre dentro de la tradición japonesa.
 


El exquisito cuerpo desnudo (con algo en su postura de San Sebastián) sufre la cercanía a su sexo del filo del sable y los azotes a sus pechos con apenas un entrecejo fruncido, más pendiente del sable que del dolor. El valor a nivel simbólico del sable como falo no puede quedar fuera de nuestra visión de conjunto, al igual que esos pequeños trozos de tela, que están pero no cubren.
 No es así su dibujo, que no puede estar más lejos de las imágenes eróticas tradicionales de tintas planas y demás, es un dibujo muy occidentalizado con una clara tendencia al desnudo, casi intocado en la tradición japonesa. Clara tendencia, que no desnudo per se. Si nos fijamos vemos que sin ser un absoluto, muy a menudo aparecen telas que no cubren pero que recogen ese gusto por las vestimentas como rasgo esencial de las obras eróticas japonesas.
Casi percibimos la cercanía de la muerte pero la imagen es serena, no se revuelve, no se resiste, parece contemplar como el agua se le va acercando. Los pequeños juncos del fondo, perdidos en la niebla dan profundidad y también un marco de naturaleza que resulta casi imprescindible a las artes japonesas
 Sus imágenes son crueles, más allá incluso del sadismo vulgar y convencional del látigo y los azotes. Las hojas de cuchillos y sables, por supuesto las ataduras complejas, situaciones extremas como la cercanía al ahogamiento de la imagen superior o, mucho más a menudo, la exposición al frío en paisajes nevados apenas insinuados pero que no admiten dudas,  incluso la cercanía del fuego aparece como amenaza. Esas mujeres indefensas, objetualizadas si queremos, no parecen ni intentar rebelarse sino que se entregan al dolor y al sufrimiento como a la embriaguez. Sin duda la crueldad refinada y mental que presentan es muy superior a la que sugiere el Divino Marqués, por ejemplo.
Este ejemplo es sin duda el más cercano a la tradición del shunga. La postura, las telas que aquí se funden con los tatuajes para cubrir las pieles y casi las expresiones vienen de allí, sólo le aleja el tronco desnudo sin paliativos de la mujer y sus ataduras, a las que, si se me permite una interpretación un tanto literaria se ha entregado de buen grado, al menos aquí.
 
 Torturas crueles con dudosos finales pero que en ningún momento dejan de ser exquisitas, las torturas y las obras, con un sublime punto de abandono. Cualquier relato o ilustración occidental resaltará los gritos, los quejidos y las súplicas de las victimas. Ante las obras de Okuza no oímos sino el respirar más o menos agitado de la mujer, el caer de la nieve y, en los casos en que aparecen sus agresores, las brutalidades de ellos.
Brutalmente violada parece haber renunciado a toda resistencia, los restos de la misma y el gesto agónico nos muestran, sin hacerlo, lo ocurrido y con el indefinible arte de sugerir tan japonés un erotismo poco limpio del espectador mientras las peonías y las cuerdas visten su cuerpo.
 Occidentales son las largas melenas agitadas, revueltas, los grandes senos (elemento de la anatomía femenina a la que los cánones estéticos japoneses no parecen dar importancia). Japonesa es la ausencia de miembros masculinos y, por tanto, de esas desmesuras que aparecen entre sedas en la pintura tradicional erótica. Quizás lo más cercano a estas representaciones no haya que buscarlo en temas sexuales de la tradición sino en el horror de los infiernos budistas, al menos conceptualmente.
Poco o mucho hay que decir de esta imagen en la que la naturaleza cobra especial fuerza y que parece estar contándonos una historia de amor larga, cruel y como toda historia de amor que se precie, trágica.
 Desnuda pero casi vestida, por las escasas telas que aparecen pero sobre todo por los tatuajes y muy frecuentemente por elementos naturales que no cubren su cuerpo pero visten el conjunto y lo entroncan con la tradición japonesa de integración con la naturaleza, con la veneración de hasta el más mínimo elemento de la misma que se llega a convertir en algo fundamental en cualquiera de las artes japonesas.
Abandonada y expuesta en su límpida desnudez, dibujando con su cuerpo curvas y contracurvas propias del shibari, con su sexo descaradamente expuesto y su tatuaje en espalda y hombros, esta belleza está condenada a la congelación, o eso sugiere, y, sin embargo,  en perfecta compensación con la línea que traza el tatuaje, unas cuantas flores rojas aparecen entre la nieve. Es la propia naturaleza la que viste y cierra esta composición basada en diagonales paralelas (rama, vientre, tatuaje y flores).
Imágenes de una perversión perturbadora, provocadora, que lleva el erotismo por caminos que occidente apenas logra intuir y percibir. Un verdadero placer para los sentidos y para los amantes de los laberintos del erotismo y la sexualidad un tanto oscuros.

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